Minuto 20 de la primera mitad y aún no he tocado balón. Espero en la zona izquierda, casi pegado a la línea de cal. Es mi hábitat. En Highbury no cabe un alfiler. Lo más sorprendente son las aglomeraciones que se forman detrás de las porterías. Cuando el ataque progresa y el equipo se acerca al arco -siempre lo hace a una velocidad atropellada, no dominamos el sigilo- parece como si todo fuera a caerse. Es una extraña sensación de vértigo. Los últimos quince metros hacia el gol se transitan como si hubiera un desnivel exagerado. Arriba el juego y abajo el gol. La pendiente lo hace todo más fácil. El área es una zona de obligatorio paso vertical. Sobre todo cuando llevo el esférico. ¡Ahí viene! Controlo con el pie derecho y media vuelta, ya en campo contrario. El público jadea. Una arrancada endemoniada. ¿Es que el contrario no ha visto los vídeos? ¡Uno! ¡Dos! Ya se han quedado atrás. Los despido con un leve toque hacia un costado y un par de zancadas. Movimientos rápidos, pero nunca hay que perder la elegancia. Ahora son demasiados. Una pared. ¡Toma Robert! La vuelvo a recibir. El área ya se huele. Solo hay que pisar la línea, después está hecho. Vértigo. Es el último defensor. ¡Finta izquierda! ¡Salgo por derecha! Entro en el área. Y entonces es cuando descubrís que os he engañado completamente. Una pausa eterna. El guardameta lo sabe. El técnico rival, también. El aficionado gunner de sobras lo conoce. Un disparo meloso al palo largo. Rosca fina que insinúa con perderse pero siempre acaba entrando, pegada al poste. De nuevo a la realidad. El gol es un hecho. Vuelve la velocidad frenética. Destenso con carita de superhéroe. Sigo corriendo con los brazos en alza. Una jugada meteórica y la camiseta no ha sufrido daños. Un gesto de genio aquí, otro por allá. Cuanta gente. Un día de estos habrá que cambiar el estadio.
jueves, 27 de octubre de 2011
Camisetas clásicas: en la piel del ídolo
Minuto 20 de la primera mitad y aún no he tocado balón. Espero en la zona izquierda, casi pegado a la línea de cal. Es mi hábitat. En Highbury no cabe un alfiler. Lo más sorprendente son las aglomeraciones que se forman detrás de las porterías. Cuando el ataque progresa y el equipo se acerca al arco -siempre lo hace a una velocidad atropellada, no dominamos el sigilo- parece como si todo fuera a caerse. Es una extraña sensación de vértigo. Los últimos quince metros hacia el gol se transitan como si hubiera un desnivel exagerado. Arriba el juego y abajo el gol. La pendiente lo hace todo más fácil. El área es una zona de obligatorio paso vertical. Sobre todo cuando llevo el esférico. ¡Ahí viene! Controlo con el pie derecho y media vuelta, ya en campo contrario. El público jadea. Una arrancada endemoniada. ¿Es que el contrario no ha visto los vídeos? ¡Uno! ¡Dos! Ya se han quedado atrás. Los despido con un leve toque hacia un costado y un par de zancadas. Movimientos rápidos, pero nunca hay que perder la elegancia. Ahora son demasiados. Una pared. ¡Toma Robert! La vuelvo a recibir. El área ya se huele. Solo hay que pisar la línea, después está hecho. Vértigo. Es el último defensor. ¡Finta izquierda! ¡Salgo por derecha! Entro en el área. Y entonces es cuando descubrís que os he engañado completamente. Una pausa eterna. El guardameta lo sabe. El técnico rival, también. El aficionado gunner de sobras lo conoce. Un disparo meloso al palo largo. Rosca fina que insinúa con perderse pero siempre acaba entrando, pegada al poste. De nuevo a la realidad. El gol es un hecho. Vuelve la velocidad frenética. Destenso con carita de superhéroe. Sigo corriendo con los brazos en alza. Una jugada meteórica y la camiseta no ha sufrido daños. Un gesto de genio aquí, otro por allá. Cuanta gente. Un día de estos habrá que cambiar el estadio.
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