Hamburgo siempre ha destilado un cierto aroma
libertario, completamente ajeno a la tradicional rectitud y formalidad
alemanas. Con su importante puerto marítimo (el segundo más grande de
Europa tras el de Rotterdam), la ciudad hanseática siempre ha sido marco
del lógico ir y venir de barcos, marineros y personajes variopintos
venidos de cualquier parte del mundo, que han ido conformando
históricamente el carácter abierto y desenfadado de la ciudad. Además,
el intenso comercio marítimo ha sido a lo largo de los años una generosa
fuente de riqueza para Hamburgo y sus gentes, ayudando a construir una
ciudad elegante, moderna y cosmopolita como pocas en Alemania.
Pero paralelamente, y casi de espaldas a la versión “guapa” de Hamburgo, el distrito de Sankt Pauli
ofrece una versión quizá más cruda y descarnada de las realidades de
una ciudad portuaria. Creado de la nada con el nacimiento del siglo XVII
para dar cobijo a todas aquellas gentes y actividades traídas o
generadas por el tráfico marítimo que no eran del gusto de la refinada
población de la urbe, Sankt Pauli fue modelando su propia personalidad
al margen de la ciudad que le había dado vida, casi a modo de gueto. Su
fama fue extendiéndose por todo el mundo, recibiendo miles y miles de
visitantes (algunos tan ilustres como los embrionarios The Beatles) y
dando lugar a uno de los distritos más inquietos y particulares del país
germano. Y así sigue hoy, cuatro siglos después, convertido en un
símbolo del desenfreno y la ausencia de normas. Como un oasis en la
cuadriculada Alemania.

Pero no es por sus éxitos o por su sala de trofeos por lo que el FC
St. Pauli es un equipo tan especial. Llenar tu estadio con más de 15.000
espectadores jugando en la tercera categoría del país (Regionalliga Nord)
no es algo que esté al alcance de cualquier club. El Millerntor-Stadion
hace tiempo que no presenta huecos de cemento en sus gradas. En su
lugar, la fiel hinchada del segundo equipo de Hamburgo abarrota un
animado graderío, que engalana con banderas piratas (adoptada por el
club de manera oficial) y símbolos antifascistas o de izquierdas, signos
tan distintivos del club como su propio escudo.

Pocos clubes en el mundo tienen la claridad de ideas suficiente como
para declararse pública y abiertamente antifascistas, antiracistas,
antisexistas y antihomófobos. El FC St. Pauli y sus fans pasean sus
ideales con orgullo. Pocos estadios europeos acogen a un número tan
elevado de mujeres en sus gradas como el Millerntor, y juraría que
ningún presidente de un club de fútbol de primer nivel ha reconocido
públicamente su homosexualidad. Corny Littman, cabeza
visible del FC St. Pauli, defiende sin pudor, en un ambiente tan hostil
en ocasiones como el del fútbol, su condición sexual.
Con este marco tan particular, casi antisistema, no es de extrañar
que el pasado año se celebrara en Sankt Pauli, con el club local como
anfitrión, la conocida como FIFI Wild Cup, una suerte
de campeonato del mundo alternativo disputado al margen del Mundial de
la FIFA de Alemania, que enfrentó a los equipos de Groenlandia,
Zanzíbar, Gibraltar, Tíbet y la República Turca del Norte de Chipre,
además del organizador, “vestido” para la ocasión de República de Sankt
Pauli, aunque compitiendo bajo los colores y el escudo del popular club.
Una muestra más de las inquietudes socio-culturales de un club que va
más allá del mero deporte.
Poniéndome en la piel de estos, no sé qué me impresionaría más, si saltar al Allianz Arena o al Olímpico de Berlín, o hacerlo al pequeño Millerntor con las estruendosas campanadas iniciales del “Hell’s Bells” de AC/DC como particular bienvenida.
Poniéndome en la piel de estos, no sé qué me impresionaría más, si saltar al Allianz Arena o al Olímpico de Berlín, o hacerlo al pequeño Millerntor con las estruendosas campanadas iniciales del “Hell’s Bells” de AC/DC como particular bienvenida.
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