La resaca de un nuevo Clásico, el noveno en el último año, ha dejado al Real Madrid malherido. El 1-2 de anoche en el Santiago Bernabéu, en un partido no especialmente brillante de los azulgrana, es la enésima prueba de que el FC Barcelona tiene comida la moral al conjunto de Jose Mourinho. Parece que no hay antídoto que valga. Menos aún en las eliminatorias a doble partido, como la de la Liga de Campeones del año pasado, la de la Supercopa de este verano, o esta de la Copa del Rey. El veneno inoculado es cada vez más poderoso y nada, ni siquiera el para algunos infame blindaje del centro del campo blanco, pudo contener la ofensiva barcelonista.
Lo explica muy acertadamente Daniel Cana en su visión del partido de anoche:
Mourinho está empeñado y convencido de que puede evitar cualquier error
defensivo a través de su pizarra y de la disposición táctica de su
equipo. Por eso, porque cree firmemente que su estrategia es infalible y
es independiente de todas las incontrolables variables que revolotean
por encima de un resultado, se aferra con firmeza a su idea de juego.
Cree que la única manera de plantar cara a su bestia negra es montar una
coraza frente a su propia área, despreciar el balón, sembrar el césped
de rudos pretorianos dispuestos a morir por su causa y confiar su suerte
a que el rival acierte a pisar alguna de las minas dispuestas en las
cercanías del área contraria. El primer error es despreciar el balón. Si
contra un equipo como el Barça decides hacer tu partido sin el balón en
tu poder, estás regalando oportunidades al rival para que eche por
tierra cualquier planteamiento táctico. Estás invitándole gentilmente a
que compruebe por sí mismo que tu muralla es endeble. Por muy sólida que
pareciese en la pizarra del vestuario.
Pero esa confianza en una coraza que no es ni mucho menos
impenetrable está llevando al técnico portugués a un desencuentro cada
vez más acentuado con buena parte de la afición blanca. Como muchos
espectadores ajenos, el madridismo está cada vez más convencido de que
sus armas contra el poderío azulgrana deberían de ser otras. Que no es
de recibo saltar a un partido de esta magnitud, en su propio estadio,
con siete jugadores de corte claramente defensivo (Altintop, Carvalho,
Ramos, Coentrão, Lass, Pepe y Alonso), y confiar en la ventura de los
tres estiletes con cierta vocación ofensiva dispuestos sobre el césped. Y
mucho menos aún, cuando ya ha quedado claro, en los sucesivos
enfrentamientos entre ambos conjuntos, que la susodicha táctica no
ofrece excesivos frutos.
Tiene algo de Luis XIV Jose Mourinho. Como el Rey Sol, el portugués se considera dueño de sí mismo y del Universo. ‘El Real Madrid soy yo‘,
parecía anunciar anoche el técnico blanco cuando asumía para sí la
paternidad de la derrota ante el Barça. En ese sentido, nada se le puede
reprochar. Lo que sí es reprochable, censurable e incluso reprimible,
es que, en sus propias palabras, Mourinho ‘no escuche’ el sentir de la
afición blanca. Porque estoy seguro de que esa afición empieza a estar
aburrida de medirse al Barça partiendo de la inferioridad y no de, al
menos, la igualdad. Estoy convencido de que a nadie dentro del
madridismo tradicional le satisface esa costumbre de adaptar el juego
del equipo más grande del siglo XX al ritmo que marque el rival, por muy
de azulgrana que vista. Implica asumir que quien manda, quien lleva la
voz cantante y quien decide cómo, cuando y a qué se juega, es el
contrario. Esto es fútbol. Si su plantilla tiene jugadores de corte más
defensivo que el rival, si no tiene capacidad para discutirle el balón,
fiche futbolistas más creativos o deles forma en su fútbol base, pero
no venga con milongas. A Mourinho no parece preocuparle en exceso. Él es
el Real Madrid, sí, pero hasta el día en que él mismo decida dejar de
serlo.
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