Siempre había sido un niño inquieto. Pero aquella tarde, embutido en
el Citroën ZX de su tío junto con su primo y unos cuantos chavales más, Iago Aspas (Moaña, Pontevedra, 01-08-87) estaba hecho un auténtico manojo de nervios. Los escasos 20 kilómetros que separan su pueblo natal de A Madroa se hicieron eternos. Desde que había corrido la voz de que el club de sus sueños, el Celta de Vigo,
iba a hacer unas pruebas para formar equipos de base, apenas había
podido dormir. Ansiaba ponerse cuanto antes la camiseta azul celeste de
un equipo que por aquel entonces, a mediados de los 90, se consolidaba
en Primera y ponía las bases de una plantilla que se asomaría con éxito
por Europa un poco más tarde. El pequeño Iago,
el más menudo de todos, estaba seguro de que lo lograría. Y no se
equivocó. Aquel día comenzó una historia de amor que, una década y media
después, todavía vive con la misma pasión. Aunque todo se iniciara con
una mentirijilla.
Y es que la primera desilusión se la llevó nada más bajar del coche.
Las pruebas eran para chavales un año más grandes, nacidos en 1986, y él
no podía participar. Un auténtico mazazo. “No podía parar de
llorar. Estaba seguro de que no me dejarían probar. Entonces, mi tío me
dijo: ‘Tú di que eres del 86 y ya está’. Y menos mal que lo hice”,
confiesa, orgulloso. La diferencia de edad no se notó en absoluto y los
técnicos enseguida vieron en aquel chico zurdo y menudo algo especial.
Aunque los nervios y el calzado inadecuado le jugaran más de una mala
pasada. “El campo era sintético y yo, que sólo había jugado en
el pueblo, únicamente estaba acostumbrado a campos de tierra. Además,
llevaba unas botas lisas con las que me caía constantemente. Pensé que
había salido mal”, recuerda. Sin embargo, aquella misma tarde, a la media hora de llegar a casa, sonó el teléfono. Iago
había gustado y querían que firmara. Entonces, no le quedó más remedio
que confesar la verdad sobre su edad. Y los técnicos, frotándose las
manos ante la situación, no pusieron ninguna pega. Al contrario. Sabían
que habían descubierto un pequeño genio.
Aquel fichaje revolucionó la vida familiar, porque, ante la insistencia del propio Iago, el club accedió a tener a prueba a su hermano mayor, Jonathan, para el equipo cadete. Y también entró. Así que los Aspas, con dos de sus cuatro hijos jugando en el Celta y el mayor, Urbe, abriéndose camino en las categorías regionales como portero, se tuvieron que multiplicar para seguir de cerca su progresión. “Al
principio, mis padres no tenían coche y yo iba a entrenar con otro
chico de Moaña. Nos llevaba su padre y pagábamos la gasolina a medias. Y
los fines de semana era un maratón de partidos. Se turnaban para vernos
a los tres”, explica. La pasión por el fútbol de Iago
era casi enfermiza. Siempre estaba en la grada apoyando a sus hermanos y
todavía tenía tiempo para ver un par de partidos más el fin de semana: “Soy un fanático del fútbol. Con Dani Abalo [uno de sus grandes amigos, actualmente cedido en el Nàstic], cuando nos aburríamos, jugábamos a preguntarnos nombres y trayectorias de jugadores”. Y luego, claro, había que ir a ver al primer equipo. El Celta, de la mano de mitos como Karpin, Mostovoi, Revivo, Mazinho o Makelele, empezó a asombrar a todo el mundo. Comenzando por Iago. “Quería
ser como Mostovoi. Me identificaba mucho con él porque jugaba de
mediapunta, como yo, y tenemos otra cosa en común: el mal genio”, asume, sin tapujos.
El carácter impulsivo también se fue acentuando con los años. Mientras su hermano Jonathan, con menos talento pero mucho más aplicado, subía peldaños hasta llegar a debutar con el primer equipo (en un partido de UEFA, con sólo 16 años, aunque no se consolidaría hasta mucho más tarde y únicamente durante cuatro temporadas), la carrera de Iago no fue tan regular. Con 17 años, y ante los pocos minutos de los que disponía en el Juvenil A, no dudó en pedir la baja. Sólo el coordinador de la cantera, el ex portero Javier Maté, consiguió detenerlo, aunque fuera a medias. Se fue cedido al Rápido de Bouzas, también de División de Honor, donde destacó, y donde también conocieron su lado más fogoso. Como cuando, en el duelo contra el Celta, Iago se ganó la expulsión tras llamar “niño de mierda” al asistente. “Me encaré con la afición del Celta y empecé a hacerles cortes de mangas. ¡A gente que conocía y que sólo unos meses antes había tratado a diario! Me cayó una buena reprimenda. Casi me echan del Rápido por aquello”, recuerda. Sin embargo, al final de aquel curso el Celta lo repescó. Y ya no le dejaría escapar.
Enrolado ya en el Celta B -el Celta Turista, para los nostálgicos-, la figura de Iago crecía a medida que el protagonismo de Jonathan
en el primer equipo languidecía. El último año de los celestes en
Primera, los dos hermanos coincidieron durante un buen puñado de
entrenamientos, aunque nunca llegaron a jugar juntos en partido oficial.
El descenso de categoría supuso el adiós de Jonathan -que iniciaría un periplo por Italia, Bélgica y Chipre- y dejaba la puerta un poco más abierta a la irrupción definitiva de Iago,
que, eso sí, tardaría más de lo previsto en producirse. La primera
campaña, la 2007-2008, únicamente jugó un partido, en la jornada 41 en
el campo del Salamanca, y tuvo que esperar otro año entero para poder debutar en Balaídos. Eso sí, fue el estreno inmejorable. La historia con la que llevaba soñando desde chico.
Corría la jornada 40 de la 2008-2009 y Celta y Alavés se jugaban la permanencia en un duelo dramático. Aspas
entró en la segunda parte, con el marcador todavía con empate a cero. A
diez minutos para el final, el destino quiso que no fuera otro que Dani Abalo quien le sirviera un centro desde la derecha, que Aspas
remató con un testarazo a la red. La locura desatada. Sin embargo, los
vascos empataron poco después, volviendo a dejar todas la opciones
abiertas. Y entonces, en tiempo de descuento, Aspas volvió a aparecer para convertirse, de la noche a la mañana, en el salvador del equipo y el nuevo ídolo de Balaídos. “Era
mi primer partido en casa. Había ido convocado muchas otras veces, pero
siempre me había quedado sin jugar. Y aquel debut todavía sigue siendo
la mayor alegría de toda mi carrera. Hacer eso delante de 30.000
personas, con todo lo que había en juego… fue lo máximo”, resume. El cuento de hadas perfecto para un chaval que había mamado celtismo casi desde la cuna.
Después de aquello, la vida ya no ha sido igual para Iago.
Su sitio en el primer equipo pasó a ser indiscutible, como su
progresión, que se dejaba ver en grandes destellos de genio. En la
09-10, una asistencia de tacón a Trashorras ni más ni menos que en el Vicente Calderón, en un partido de Copa, le dio otra buena ración de titulares. Y la pasada campaña, otro taconazo, esta vez para rematar a gol un centro de Roberto Lago en el campo del Villarreal B, le valió un lugar entre los tantos más espectaculares del año. Pero faltaba algo. Una pizca de consistencia. “La
gente dice que con la cabeza de mi hermano y el fútbol de mis botas se
podría hacer un gran jugador. Él es más cumplidor, más aplicado. A mí me
falta correr un poco más”, reconoce. Pese quizá ese paso ya ha
llegado. Este año, actuando más adelantado de lo habitual, como
delantero centro, ya ha batido sus registros goleadores y está siendo
una de las sensaciones de la categoría. “Cuando el míster me
colocó de punta y puso a Mario Bermejo por detrás, muchos nos
preguntamos qué estaba haciendo. Pero mira, la cosa da resultado”, bromea.
Sin embargo, pese al mayor grado de madurez futbolística, el carácter indomable sigue apareciendo, y Aspas también ha sido noticia por cuestiones extradeportivas. Como cuando, en un ataque de sinceridad, admitió antes del derbi ante el Dépor que años atrás había celebrado una dura entrada de Vagner a Diego Tristán. “Entiendo
que a la gente le sentara mal, pero es que yo hablaba como aficionado.
Lo más cómodo hubiera sido no decir nada en aquella rueda de prensa,
pero era lo que sentía. Me pudo la sinceridad, aunque me colé”, reconoce. Unas declaraciones que le convierten todavía más en ídolo en Vigo, donde lleva la misma vida tranquila de siempre. Sigue viviendo en casa de sus padres, en Moaña, pese a tener un piso propio. Después de quedarse a las puertas del ascenso la temporada pasada, asegura que si el Celta sube a Primera, él no se mueve a ninguna parte. “Tengo
contrato hasta el 2015, aunque yo firmaría hasta cuando ellos
quisieran. Prefiero ganar algo menos de dinero y no tener que cambiar de
entorno, de ciudad. Aquí soy feliz”, asegura. Ahora, luciendo el mismo dorsal 10 que su ídolo Mostovoi, no quiere hacer caso del posible interés de otros equipos.
Y es que pocos jugadores tienen el privilegio de defender los colores
de su vida. Ese azul celeste que, casi desde el primer día, corre por
sus venas.
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