Euskal Herria y Catalunya son naciones y no se puede ni jugar con ellas ni hacer oídos sordos
Hay
muchas personas que, desde un punto de vista revolucionario o
simplemente progresista, consideran que la dimensión que el fútbol ha
adquirido en nuestra sociedad es totalmente desproporcionada,
artificialmente promovida y hábilmente utilizada por diferentes poderes
con el objetivo de distraer a la ciudadanía de cuestiones mucho más
relevantes para el desarrollo social y político. Sin lugar a dudas, a
esas personas no les falta razón. En el fútbol a menudo el juego queda
en un segundo plano y el dinero ejerce su posición dominante, hegemónica
también en esta esfera social. Pasa así el deporte a ser parte del gran
negocio del entretenimiento, ese brazo del capitalismo que nos distrae
mientras el otro nos roba o nos golpea. Incluso desde una perspectiva
puramente deportiva, es evidente que las diferencias que marcan los
presupuestos de clubes que se supone pelean en una misma competición
dejan poco margen al azar, a la sorpresa y, en definitiva, al juego como
tal.
Retomando las palabras de Marx sobre la
religión, muchos sostienen que el fútbol se ha convertido en el nuevo
opio del pueblo. Si bien la perversión que genera la religión
institucionalizada en el pensamiento libre es mucho mayor, un frío
análisis del mundo del fútbol tal y como realmente es, tal y como lo
hemos vivido estos días, muestra algunas de las paradojas y miserias de
nuestra sociedad: resulta socialmente alarmante saber que en medio de
una crisis galopante haya gente que ha pedido créditos para asistir a
las finales de Bucarest y Madrid -¿qué decir de los bancos, que niegan
ese mismo crédito a empresas y particulares para cuestiones de pura
supervivencia?-; no deja de ser humanamente desconcertante la veneración
de los desposeídos por unos privilegiados, hasta el punto de
preocuparse seriamente los primeros por el posible estado de ánimo de
estos últimos; es políticamente triste que habiendo debates más
importantes -recortes sociales, ausencia de democracia…- el fútbol haya
colapsado el resto de agendas…
Pero
ese frío análisis sirve de poco si no va acompañado de un esfuerzo por
comprender la pasión que genera esa actividad social, con toda su
complejidad, en todas sus vertientes. No conviene caer en simplismos.
Quien renuncie a entender el fenómeno del fútbol, con sus innegables
sombras pero con sus interesantes luces, renuncia a entender a una parte
importante de la sociedad y, por lo tanto, estará renunciando también a
poder cambiarla. Algo, como mínimo, muy poco revolucionario. La fuerza
social del fútbol está en que simboliza cosas, valores, deseos que gran
parte de la sociedad siente como propios. Por ejemplo, Eduardo Galeano,
que mañana mismo llegará a Euskal Herria a presentar su nuevo libro,
«Los hijos de los días», reivindica a menudo la historia popular y la
fuerza transformadora de ese deporte, que considera que es «un espejo
del mundo».
Es
cierto, el fútbol no es solo fútbol, pero tampoco es solo negocio. Y no
solo porque quien no aprecia la belleza del juego y el mérito de quienes
lo ponen en práctica en toda su plasticidad, con toda su intensidad,
cae en un error similar a quienes desprecian o niegan ciertas formas de
la cultura o el arte, sino porque el fútbol es, sobre todo, una
actividad social con una dimensión simbólica muy potente.
El fútbol, los himnos y los símbolos
Igual
que los himnos son algo más que partituras y las banderas algo más que
telas impresas. La polémica por la pitada al himno español -y su
censura- y la presencia apabullante de banderas vascas y catalanas en la
final de Madrid es un buen ejemplo de ello. En su libro «Espejos»,
Galeano recuerda que «el primer himno nacional del que se tenga noticia
nació en Inglaterra, de padres desconocidos, en 1745. Sus versos
anunciaban que el reino iba a aplastar a los rebeldes escoceses, para
desbaratar `los trucos de esos bribones’». Pues bien, esta misma semana
«esos bribones» ponían en marcha la campaña para independizarse de
quienes quieren tutelarlos eternamente. Lo que en términos coloquiales
se denomina «un gol por toda la escuadra». Parafraseando a Carl von
Clausewitz, en nuestro tiempo el deporte es la continuación de la
política por otros medios.
En su libro «El fútbol a sol y sombra»,
Galeano habla en un momento de los estadios y se pregunta: «¿Ha entrado
usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio
de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No
hay nada menos mudo que las gradas sin nadie». En ese mismo texto hace
un listado de campos de fútbol con un significado particular y en medio
asegura: «Habla en catalán el cemento del Camp Nou, en Barcelona, y en
euskera conversan las gradas de San Mamés, en Bilbao». El viernes pasado
el Santiago Calderón habló alto y claro. Querían enmudecerlo y no lo
lograron. Tienen alergia al fair-play, dentro y fuera del campo. Han
vuelto a hacer el ridículo delante de todo el mundo y, para colmo, no
entienden por qué. Alguien podría pensar que es porque andan distraídos
con tanto fútbol. No es cierto, es porque no tienen una cultura
democrática seria.
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